La enfermedad de Luis
Valeria Beruto - 24/09/2009El pediatra lo sospechaba y el clínico lo confirmó. Luis sufría una grave enfermedad: el automovilismo. Era una enfermedad congénita y muchas veces hereditaria, con la particularidad que el progenitor sentía una inmensa satisfacción al transmitirla. Los médicos solían recomendar la montaña o el mar para determinadas enfermedades. Pero para la condición de Luis recomendaron “eventualmente un club”.
Luis presentaba una clase particular del mal, que se conocía como automovilismo del tipo sport clásico. El médico no se lo notificó con pesar, sino todo lo contrario. Sería algo que lo acompañaría de por vida dándole las más variadas razones para disfrutar de su “enfermedad” en distintos escenarios. Esta actividad le depararía amigos, programas, viajes, lecturas y tal vez algún premio.
Su madre quedó aterrada al enterarse de la noticia. Sólo pensaba en velocidad y peligro. Pero no pasó mucho tiempo hasta que, perpleja, se dio cuenta que la biblioteca aumentaba exponencialmente su tamaño con títulos como “Flechas de Plata”, “Mon amie mate”, “Bugatti Magnum”, “Marqués de Portago”… También notó que Luis pasaba largas horas frente a la computadora, buceando en Internet. Llegó a preguntarse si sería pornografía. Y algo de eso había, aunque en un porcentaje minoritario. El historial de Explorer tenía decenas de sitios de autos, de casas de remate extranjeras, de las webs de publicaciones inglesas e italianas.
Las revistas comenzaron a especializarse cada vez más, y su llegada provocaba en Luis un enorme sentimiento de bienestar. Lo mismo sucedía con las ferias de automóviles como Autoclásica, de dónde volvía no sólo con fierros incomprensibles sino también con un arsenal de autitos de juguete que extrañamente guardaba en lugar de regalarlos a sus sobrinos como llegó a pensar su hermana en un principio.
Con el tiempo Luis pudo comprarse su primer auto sport: un AlfaSud. Demás está decir el tratamiento preferencial que le daba. Resultaba también peculiar que el antiguo dueño llamara para “saber cómo estaba el auto”; oportunidades que Luis aprovechaba para mantener largas conversaciones sobre su cuidado y mantenimiento. Con el tiempo se hicieron amigos y gracias a él Luis fue aceptado como socio en un club de autos sport.
Se podría decir que un club de autos sport es un raro lugar donde convergen los talibanes del automovilismo y pueden pasar decenios discutiendo qué es un auto sport, cómo reglamentar una carrera de velocidad o si son mejores los autos ingleses o los italianos.
Luis se enamoró de una mujer a la cual advirtió de su “enfermedad”. La pobre mujer pensó que podría exorcizarlo. Pero lejos de eso, cuando le propuso casamiento le preguntó si no le molestaría entrar a la iglesia con la música de Grand Prix. Si bien ella no accedió a ese pedido, sí estuvo de acuerdo en llegar a la iglesia en su auto sport.
El AlfaSud tuvo la deferencia de desintegrarse tiempo después de que Luis lo vendiera. Al parecer el hombre se enteró tarde de la vulnerabilidad de la chapa del auto con respecto al paso del tiempo y de acercarse al mar. Fue la incesante lectura especializada lo que motivó sus siguientes compras. Aunque se trataba de algo incomprensible para sus seres queridos, Luis invertía en modelos cada vez más antiguos e incómodos que desafiaban al más avezado de los conductores y al más estoico de los epicúreos. Para entonces tenía un MG TC y una barchetta Maserati 300S (a Luis le había ido muy bien en esos años) y era asiduo participante de las competencias que el club organizaba. Se convertían en la mejor excusa para salir a disfrutar del auto y de la compañía de personas que como él amaban el automovilismo. Allí existía un complicado sistema de presóstatos y carteles de diferentes colores y símbolos. Luis se esmeraba pero los resultados no lo acompañaban, por más de que invirtiera en costosos inventos italianos ad hoc. Esto no cambiaba en nada su pasión, ya que era claro para él que lo que lo impulsaba eran los autos, sus historias y sus “ñañas” más allá que cualquier competencia.
La pletórica agenda que proponían los diversos clubes, ya que luego empezó a pertenecer a varios por los diversos gustos que tenía, comprendía carreras cortas y largas, cenas comunes y especiales, y en alguna oportunidad el ejercicio de la democracia para decidir autoridades. La consecuencia fue que su mujer contrató un detective para seguirlo y documentar el momento exacto en el que la engañaba, como sus amigas, su peluquero, su psicóloga e incluso ella creían. Sin embargo, el desahuciado investigador no aportó pruebas ya que era increíblemente cierto que los lunes iba a un club, los miércoles a otro y los fines de semana los pasaba en las carreras. Cuando se arreglaba especialmente para “la noche del auto inglés”, no lo hacía en vano. Todo ese tiempo ella sólo pensaba: “¿se supone que me tengo que creer esto?”. La verdad es que no sólo debía creerlo sino que todo era demasiado cierto. Luis hizo muy buenos amigos y su mujer comprendió finalmente que era negocio que la “engañara” con el automovilismo.
Hijos e hijas fueron colmando el hogar de Luis y para él fue, como lo había previsto el médico, una enorme satisfacción darse cuenta que desde pequeños ellos hojeaban sus revistas de autos, jugaban hasta el cansancio con modelos puntuales de autos de juguete y que en lugar de un cuento de soldados para irse a dormir le pedían otra vez la historia de Hans y Fritz Schlumpf. Luis también armó su propia escudería en la que compartía su vasto caudal de conocimiento automovilístico y el goce de manejar un auto sport clásico.
“Vivir es distraerse”, leyó un día en un libro de Bioy Casares, y qué mejor que hacerlo con el automovilismo, pensó Luis, encantado por el estilo de vida que consiguió a partir de su “enfermedad”.
Continuará…

Fecha: 24/09/2009
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Salu2
Fede
victoria rovagnati
Rimolo…la verdad que me sorprendes una vez más….MUY BUENA la historia. Me lo imagino a Luis hasta fisicamente…jajjajaja!!!! muy bueno…
Te felicito!!!
Tomás
Nuevamente Valeria, ¡impecable!
Indudablemente las cosas se dan así. Hace muchos, pero muuuuchos años, lo que yo más esperaba eran los fines de semana, porque entonces mi viejo me sentaba sobre su falda y me dejaba empuñar el volante de su Morgan 4-4 mientras disfrutábamos del aún ralo tránsito de las avenidas porteñas. Él -mi viejo- felíz, igual que el papá de Luis, confirmando que el bichito había prendido en su descendencia. Ya aparecerá el Premio Nobel que lo identifique dentro del ADN.
Espero nuevas notas que me arranquen nuevas sonrisas (y saudades).
Emi
Hola Vale!
No sabía de esta veta periodística! Soy Emilia Bianco, escribime así sé de vos.
Te mando un beso grande y felicitaciones
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